El ser humano no tiene naturaleza, tiene historia, escribió Ortega y Gasset. Y esa historia no está predicha, sino que se va haciendo en el mismo flujo de su andar. Es decir que, nosotros y nosotras, personas, no tenemos un destino inamovible como lo tiene el árbol, cuya existencia milenaria consiste en derribar la lógica del espacio y alcanzar el cielo desde un pequeño punto bajo tierra. Es nuestro quehacer vivir, y día a día, construir nuestras propias raíces en el tiempo.
Es por ello, que tanta tragedia es para el roble ser talado con total desprecio a sus centurias, como corromper la historia de los pueblos que es –como enseñó Ortega y Gasset–, cortar la propia naturaleza del ser humano. Y esa es la escandalosa tristeza que nos hereda la masacre de los 43 normalistas de Ayotzinapa.
La madrugada del 26 de septiembre de 2014 en el municipio de Iguala, Guerrero, un comando armado disparó a quemarropa contra un autobús en el cual viajaban estudiantes de la Escuela Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa. Aprehendieron a 43 de ellos y los desaparecieron. A la fecha, las respuestas en torno al caso, las resoluciones de justicia, así como la obligación del Gobierno mexicano de contar la verdad en torno al caso, están tan ausentes como los normalistas desaparecidos.
Han pasado dos años y los culpables no son presentados. Las versiones del Estado mexicano en torno a la quema de cuerpos en un basurero del municipio de Cocula y la responsabilidad del narcotráfico, se diluyen. La Procuraduría General de la República se ha encargado de descalificar sin fundamento científico las investigaciones de instancias objetivas como las del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, o la del Equipo Argentino de Antropología Forense que, entre otras cosas, esclareció casos igualmente macabros ocurridos durante los genocidios de las dictaduras militares de Chile y Argentina.
Se ha tendido un cerco de protección al Ejército y se ha negado cualquier posibilidad de indagación al 27 Batallón de Infantería con sede en Iguala en cuyo lugar se registró actividad del teléfono móvil del normalista Julio César López, durante y posterior a la noche de la masacre. Se desechó la presencia confirmada de un quinto autobús y nada se ha explicado sobre el lugar del cual sacó uno de los huesos de los normalistas el ex jefe de la Dirección de Investigación Criminal de la PGR, Tomás Zerón, hoy removido a la secretaría técnica del Consejo Nacional de Seguridad, sin responsabilidad alguna.
Cada uno de estos hechos, más los que aquí no alcanzan a ser descritos y que forman parte de una de las noches más oscuras en la historia de América, han transcurrido en total impunidad, como en sí nada se ha hecho de concreto para esclarecer la verdad en torno a la masacre. El pueblo mexicano yace víctima del ocultamiento, por un lado, y por el otro, de la manipulación por parte de las mismas voces que repiten por consigna que los normalistas “eran criminales” o que la desaparición de los 43 debe ser “superada”.
Sobre esa premisa se confirma lo que el Camilo José Cela denunció: “Hay dos clases de personas: quienes escriben la historia y quienes la padecen”. Por eso, lo que pasó en la noche de Iguala debe esclarecerse, antes que los culpables desaparezcan entre los escondrijos de la corrupción política, dejando otro rastro de sufrimiento que es el olvido, cuyo grito de dolor es igualmente silenciado que el del roble mutilado que, no obstante, permanece y tarde o temprano, volverá a emerger.
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