Cumpleaños de un político: Mi viaje al palacio de los psicópatas


Estuve ahí, nadie me lo contó. Me sumergí en las aguas turbias de eso que llaman la “alta política” mexicana –que, paradójicamente, yace en lo más bajo de lo existente–, y regresé a la superficie, agradeciendo al cielo por un poco de oxígeno. Ahora, cada que recuerdo mi viaje, confieso que no evito vomitar un poco dentro de mi boca cuando vuelven a mi mente las imágenes de aquel escenario infame.

Me sentaron a la mesa del líder del clan. El hombre, su pequeño evento sobre 600 metros de césped y adoquín, sobre el cual comimos un jabalí enorme, maridado con Modelos para concordar con el mal gusto. Su palacio adornado con jarrones y solecitos de barro, típicos del folclor local, orgullo lugareño combinado con finas pieles italianas tapizando los humildes sillones para la concurrencia, junto a la cava empotrada en los muros, coronada con un par de vinos alemanes que –según los allegados–, valían más de 10 mil pesos, cada uno. Su banda de viento, las huestes de su partido, sus bufones; “sus” mujeres, y aquella otra semi-distante a la que, “no le doy trabajo, porque, si no, ya le dije que me la voy a coger”, dice dando un trago a su Buchanan’s el mártir de la nación, quien ha ascendido a los primeros círculos del “poder” para ser adorado, por el sacrificio al pueblo y la ideología. Todo aquello era un montaje falo-céntrico. Tristísimo discurso del ego.

El sociólogo Gilles Lipovetsky habló de esto en su libro “La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo” (Anagrama, 2002). En los clanes, dice, la vida no vale nada comparada con la estima pública. Así, en la política –siendo un espacio dominado por lo masculino–, la afirmación al interior del grupo debe hacerse mediante la fuerza. Ser humillado es una pena que debe evitarse, y ha de tomarse a la violencia como la “lógica social” y modo de socialización; es el “código de honor”. Sus personajes deben ser “guerreros” decididos a morir por ese código. Quien se involucra y compromete en este contexto encuentra en tales códigos su motivación para defender la “empresa guerrera”, o sea, el partido político; o sea, su propia estima.

En mi viaje abundó el dinero y había tanto alrededor, que ya no era tomado en cuenta. La riqueza era habitual. El clan y su líder ya no podían afirmarse en lo económico. Cuando esto ocurre, dice Lipovetsky, el “guerrero” se involucra en una guerra simplemente por el prestigio. El prestigio, la gloria y la fama, asociadas a la captura de “signos y botines” (votos, cargos públicos, negocios a costa del erario, camionetas nuevas) para lo cual se lanzan a hazañas cada vez más audaces con el final ineludible de la muerte. Así es como toman candidaturas o aceptan cargos públicos, aunque no tengan posibilidad alguna de éxito. Era el caso del personaje en cuestión. Pero tal acto de violencia social no importa, pues “se es violento por prestigio o por venganza”.

Sentado ahí, escuchando las proezas y cursilerías que el jefe del clan contaba de sí mismo, confirmé que nada en México va a solucionarse con esta clase de gente. La política en México es una coreografía de egoísmos. Las alianzas electorales se construyen sobre la ganancia, no con base en el interés nacional. Las elecciones, por tanto, resultan en un gran mercado privilegios. Y las y los políticos, una sociedad de mercaderes que lucha por sostener su estilo de vida burgués, ocupan el lenguaje ideológico para construir un discurso que logre convencerte de vender tu identidad, a cambio de una promesa. Son recolectores de almas. En psicoanálisis se les conoce como psicópatas. Huye de ellos. Yo lo hice. Me paré cuando en la mesa alguien propuso hacer el tercer brindis “por el honor” de aquel personaje. Simulé ir al baño y, sin despedirme, tomé mi vieja camioneta Ford, y conduje lo más lejos posible, antes de ser devorado también.

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