El corazón roto de un joven pajero



Estábamos Javier, Teresa y yo charlando en el patio cuando llegó, con su cuerpo aparecido. Eran dos años que terminaban, y ahí estaba. Con el tiempo a cuestas y mi vida pausada sobre el andar de sus pasos de vuelta.

Yo tenía algo con Teresa. Llevaba meses acompañándola hasta su casa después de la escuela. Nos sentábamos en la banqueta y hablábamos de todo. Yo le conmovía. Para ella, yo era un juguete. Ponía sus manos en mi pene y frotaba mientras me contaba sus historias porno con sus novios de universidad. Yo a cambio le escribía poemas inspirado en las canciones que escuchábamos juntos, y le dedicaba mis más cándidas pajas. Para mí, Teresa era una sensual coincidencia. Nos besamos un par de veces, pero nunca nadie se declaró y supuse que ella no esperaba eso de mí. No era nada serio. Era un juego donde la emperatriz excitaba al esclavo.

Luego la vi llegar y Teresa no existió más. No estaba ni a tres metros de de mí y no había notado mi figura. Pero yo le era fiel como un perro (un cachorro amaestrado). Con el vuelo de sus ojos ámbar por el lugar que la traía de vuelta, iba quedando atrás la vida que yo había desperdiciado sin ella. Mi asunto no era menor; con Teresa tenía los juegos, los poemas y sus cuentos porno. Pero al verla a ella, la pobre Teresa se redujo a un polvo de recuerdo; sabía que ya no la tendría para mí sentada en la banqueta, masturbándome encima del pantalón y creyéndome un poeta. Yo, como decía, era un perro y la ama había llegado. No me sentía culpable. Ya no importaba.

Ella caminaba con pasitos largos, pero pausados. Su abundante cabello castaño caía sobre sus hombros, húmedo, casi refrigerado por el frío, como si de él brotaran pedacitos de hielo que en el reflejo de la mañana iluminaban como espejos. Sus ojos pequeños y perdidos; su boca breve y sus labios que se pronunciaban en medio de sus mejillas de fácil rubor. En su cachete izquierdo se hundía un hoyuelo que se hundí más con la risa. Diecioho años de humanidad fulgurante y las mejores piernas que había visto en mi pajera adolescencia.

Era bastonera, justo en medio de aquel patio que hoy atravesaba envuelta en una nube. Llenaban las ventanas de alumnos babeantes y con los penes erectos. Yo era uno de ellos. Y estaba de regreso. Tal vez en su exilio había besado tantas bocas de tantos, tal vez seguía bailando, había cogido infinidad de veces y por eso rompía con esa soberbia el patio de la escuela que la miraba de nuevo caminar. El tiempo no le había arrebatado su cachondería; al contrario, su overol de pana café se entallaba con pródiga soltura.

Yo la veía caminar y en lo primero que puse mi mirada fue en sus tetas. Redondas y prominentes. Su cintura. Esa misma que en mi sueño le había rodeado con mis brazos, besándole el cuello, tomándola por detrás. En mi trance, ella me respondía con sus manos sobre mis manos, enredando sus dedos entre los míos que apretaban su vagina, haciendo que su cuerpo se empalmara en mí. Lograba sentir sus nalgas y yo me endurecía mientras acariciaba por debajo de nuestra ropa la suave hendidura que se formaba entre ellas, tomándola fuerte, haciéndome sentir. Cuando no estuvo, así pensaba en las formas de su cuerpo y con ese instante en la que me volvía su amante. Me tocaba fuerte y me venía con abundante semen imaginando la calidez de su sexo. Fijé mi mirada en ella para que no tuviera duda quién era yo. Quería hacerle sentir la febril que había quedado de nosotros, desnudos en esas tardes en las que cogíamos en el sillón de su casa, en la cama de sus padres, en su cuarto pintado de rosa, violeta y gris, en aquella excursión al bosque, en la casa de Teresa, en la fiesta y, por supuesto, en la faena bestial que tuvimos comenzando en mi recámara y que terminamos viniéndonos juntos en el piso de la sala. Ah, la imaginación de un pajero. La había tomado tantas veces que mi mente se encargaba de construir nuevos escenarios. Tenía dieciocho y el mundo (y su cuerpo) era mío.

Llevaba tenis. El color de sus zapatos combinaba con su blusa, casi sin querer. Así que ella andaba de rosa con su overol de pana café, el pelo suelto y la mirada transcurrida sobre los muros de los salones. Caminaba entre los demás alumnos que llegaban esa mañana a clases, con el uniforme horrendo de escolapio. La prepa recuperaba a una de sus mejores alumnas. El caso es que ella estaba de vuelta, robándome el alma, la furtiva galanura y echándome a perder la fama de gañan.

– ¿Ya viste quién viene ahí, wey? -, me preguntó Javier.

– Sí wey, ya veo.

Teresa no dijo nada.

Ella saludaba a algunos cuantos compañeros, algunos fieles de siempre y otras amigas de aula. Nos vio y apresuró su paso hacia nosotros. Cada que se acercaba yo me enamoraba más. Lograba oler su perfume a la distancia, podía escuchar su voz de nuevo. Mi corazón latía como un toro en celo. Estaba simplemente atónito bajo su imagen. Tragué saliva.

– ¡Hola! –dijo ella.

– ¡Hola! –dijeron Teresa y Javier

– Hola –dije yo después

Podía sentir el tintineo de mis rodillas, el sudor de mis manos. Ella estaba cerca de mí y yo flotaba a su alrededor. Ella nos hablaba cosas que yo no escuchaba. Salían de sus labios como cantitos de agudos y melosos. Yo le pintaba arcoíris en su pelo.

– Y tú ¿qué onda amigo? ¿Cómo te has portado?

«¡¿AMIGO?!” –pensé –“Pero si tu y yo nos cogimos locamente en el cuarto de tus papás ¿Amigo? Putamadre ¿Amigo?”. Mi corazón se quebraba dramáticamente y mis ensueños y mi espera y mi fiebre y toda esa imbecilidad de la calentura. Qué rico cuando uno tenía tiempo de ser imbécil y tenía tiempo de amar, antes de que el hambre se encargara de corromper el corazón.

– Hola Vanessa. Bien… aquí.

Ahí la tenía de vuelta, frente a mí. Yo queriéndola como un imbécil, habiendo renunciado a los placeres de Teresa, esperando de ella el furor de mis fantasías, vigilando sus pasos desde su partida hasta aquella mañana en que la vi caminar partiendo el patio de la prepa de vuelta hacia mi vida, agitando sus muslos pausadamente con ese overol de pana café…

– Entonces regresaste…

Ella sonrío, me dio una palmadita en la espalda.

– Así es. ¿Cómo ves? – dijo.

Luego siguió hablando, cada vez más emocional y desenvuelta, sin notar mis ojos dilatados. Me ignoraba soberanamente. Rompía mis expectativas-. Aprendí que las expectativas no son buenas, que calientan la sangre y la sangre caliente quema por dentro.  Aquella era su mañana, su día, su vida. Yo, su perro fiel. El frio comenzaba a desaparecer. Qué más daba. Ella ya era mía. Siempre lo había sido. De algún modo, ella lo sabía también..

© ALBERTO BUITRE 2013

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