Un fragmento discursivo fundamental del pensamiento político de Fidel Castro, pronunciado en la conmemoración del Primero de Mayo de 1980 en la Plaza de la Revolución, que sirve para ilustrar perfectamente que un proceso revolucionario no necesita de quienes no están dipsuestos a trabajar por él, no de palabras – o no sólo de palabras-, sino con su propio espíritu.
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