. Rolando ya planeaba su fiesta de cumpleaños 25, cuando recibió un mensaje de texto de su novio. “Necesito verte. Es urgente”, le pedía. Minutos después, en el bar donde se encontraron, aquellos novios se enteraron que podrían haberse infectado de VIH.
Por Luis Alberto Rodríguez / Desde Abajo
La vida de Rolando fue la estereotípica de un chavo gay de la provincia mexicana que, en la capital, se enfermó de VIH/Sida. Más aún, su vida fue la estereotípica de un paciente de VIH/Sida que en México murió dejado de la mano de toda política pública de protección efectiva. Lucia siempre un collar de Coatlicue al cuello a partir de que se enteró, a los 26 años, que sus días estaban contados. Era su símbolo de existencia entre la vida y la muerte, a quien –decía-, se entregaría cuando su momento llegara.
Hijo de una de las familias católicas más conservadoras de Tenango de Doria, se despojó de ella apenas cumplidos los 17 años de edad. Con la ayuda de una de sus tías, accedió a un Bachillerato Tecnológico cerca de la cárcel de Santa Marta Acatitla, en el cual se destacó como uno de los mejores alumnos de la carrera en contaduría. Rolando era apuesto. Con una belleza tradicional de la influencia francesa en la sierra Tepehua hidalguense. Alto. Delgado, rubio y con ojos tan grises como la neblina que todos los días inundaba los montes que se alzaban frente a la casa que albergó su infancia. Su atractivo lo distinguió constantemente. Como persona homosexual asumida, tenía definido su carácter y esto siempre le arrogó seguidores y seguidoras.
Una de las escenas de su vida estuvo marcada por el constante rechazo a esas mujeres que nunca le faltaron a su alrededor. Tuvo pocas experiencias con hombres que, en efecto, le atraían, Más bien era una persona solitaria, amorosamente hablando. En un ambiente social hostil como el de su escuela, era difícil romper con las apariencias.
Rolando comenzó a estudiar ciencias políticas en la UAM. Curso dos años, seis trimestres en total, con un promedio respetable pero prometedor. Sus profesores siempre le decían que, de esforzarse, podría alcanzar una beca en otra universidad del continente. A eso aspiraba. Pero un día cualquiera, topó con un chavo del cual, poco a poco se enamoró. Mantuvieron cinco meses de relación en la que todo parecía ser el cuento de hadas. Rolando ya tenía 24 años y medio.
Sólo se separaron dos semanas tras de una fuerte discusión sobre si deberían vivir juntos o no. Rolando se negaba, su novio insistía. El tiempo alejado le sirvió para verificar que, en efecto, lo amaba; y una noche templada de mayo, salió en su búsqueda. Lo encontró igual que él, triste y extrañándolo a horrores. Aquella noche hicieron el amor para reconciliarse; al día siguiente, él se iría al trabajo y Rolando de vuelta a la escuela.
Rolando ya planeaba su fiesta de cumpleaños 25, cuando recibió un mensaje de texto de su novio. “Necesito verte. Es urgente”, le pedía. Minutos después, en el bar donde se encontraron, aquellos novios se enteraron que podrían haberse infectado de VIH.
Durante que estuvieron separados, el novio de Rolando salió con cuatro tipos distintos; uno de los cuales, estaba enfermo de VIH. Tras la reconciliación, este le habló por teléfono para comentárselo. Él se devastó y lo primero que hizo fue pedirle a Rolando que se vieran. La pareja quedó en hacerse un examen al día siguiente: El novio resultó positivo, Rolando también.
Rolando cayó en depresión. Vivió unos cuantos meses en su mismo departamento, pero al avanzar su enfermedad, decidió regresar a su pueblo, donde finalmente murió víctima de un cuerpo degradado por las llagas.
En su funeral, se vio a su novio llorando un mar, desconsolado pero visiblemente sano. “Si se hubiera quedado”, lamentaba. La atención médica pública en el Distrito Federal le habría ayudado a sobrevivir, en vez de dejarse morir en un cuarto perdido entre la sierra de Tenango de Doria.